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La costumbre es fuente de Derecho, sobre todo en el
lenguaje. Y la costumbre que nos puede a todos es la de la pereza, la de
no poner el punto al final del mensaje del móvil, la de olvidarnos de
las comas después de los vocativos, la de saltarnos el signo de
interrogación de apertura. Hasta aquí, todo es más o menos obvio. Lo
nuevo es que un profesor de la Universidad de Columbia, John McWhorter,
ha dicho que claro que van a desaparecer las comas y que tampoco pasará
nada el día que eso ocurra, que
los idiomas pueden funcionar perfectamente bien sin guardias de tráfico.
Y todos los que leemos periódicos y nos tenemos por gente leída, los
mismos que escribimos en el móvil como animales que cocean, nos sentimos
escandalizados.
«Posible sí es posible. De hecho, en los textos latinos clásicos no
había signos de puntuación, ni acentuación gráfica ni siquiera un
sistema de reglas para diferenciar mayúsculas y minúsculas», explica
Salvador Gutiérrez, académico de la RAE y director de la Escuela de
Gramática Emilio Alarcos Llorach la Universidad Internacional Menéndez
Pelayo. «Sin embargo, la aparición de estos sistemas representó un
innegable avance en la escritura. Eliminarlos representaría un evidente
retroceso».
Historia de la puntuación
Los que no hemos estudiado Filología volvemos a gemir. ¿No están las
comas desde siempre? «No, no las ha habido siempre. Los primeros
intentos de puntuar los textos son de Aristófanes, que ponía marcas en
sus textos. En la Edad Media hubo más tentativas. Los escribanos
empleaban un punto en lo alto para marcar el final de un periodo, un
punto en medio para separar unidades gramaticales menores y un punto
bajo, que ya llamaban coma, para separaciones más pequeñas». El que
habla ahora es
Leonardo Gómez Torrego, filólogo del CSIC y miembro del Consejo Asesor de la Fundación del Español Urgente, Fundéu-BBVA.
«Esas tentativas de puntuación estaban en función de las pausas en la pronunciación, y claro, las pausas son muy libres,
cada uno las hace como quiere», continúa Gómez Torrego.
«Con la imprenta, los intentos se hacen más serios», continúa Gómez Torrego. «Nebrija, por ejemplo, estuvo en esa tarea,
aunque era demasiado ortodoxo,
estaba muy pegado a la tradición clásica, y fue muy tímido. En
realidad, toda la puntuación fue muy tentativa hasta que apareció la
Real Academia Española. En el siglo XVII ya había comas, puntos y puntos
y comas».
«A partir de ahí, el trabajo se fue perfilando poco a poco, la
puntuación dejó de estar en función de la entonación y tomó la función
de desambiguar: evitar que hubiera ambigüedades semánticas en los
textos, primero; separar los elementos sintácticos, después...».
Y ahora que ya estamos presentados, ¿es verdad que la puntuación es
una zona gris del idioma,
de los idiomas? Se podría pensar que, ya que lo normal es puntuar mal,
¿no será que la norma es demasiado severa? Volvemos a lo de la costumbre
como fuente de Derecho. «El sistema [de puntuación] no llegó a
estabilizarse más que a lo largo de los siglos XVIII y XIX, a través de
formulaciones de la Real Academia Española que, a su vez, seguían el
criterio de los buenos autores», explica en un correo electrónico
Pablo Jaulalde, catedrático de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid.
«La estabilidad histórica en la lengua no existe nunca, por tanto esa
relativa estabilidad [del sistema de puntuación] sufre de embates
diferentes, que en estos momentos son muy fuertes. Al tiempo que
cambiaba el sistema variaban las normas y la teoría». Y continúa: «En
general se puntúa mal, muy mal, porque la enseñanza de este aspecto de
la lengua no suele darse. En mi facultad y universidad puntúan
rematadamente mal los decanos, los rectores, los profesores de lengua...
Eso va en la desidia general hacia la educación y la cultura».